MONTANISMO

MONTANISMO.- Doctrina herética enseñada en Frigia en el siglo II por Montano, que pretendía ser enviado por Dios para perfeccionar la religión y la moral. Fue un movimiento de reacción, en nombre de cierto individualismo religioso, contra la jerarquía regular encarnada en los obispos y defensora de la uniformidad y disciplina. Los montanistas negaban a los que habían cometido algún pecado mortal el derecho a ingresar de nuevo en la comunión eclesiástica, rechazaban las segundas nupcias, exageraban la práctica del ayuno y exigían una severa ascesis para prepararse al próximo fin del mundo. En África el montanismo tuvo entre sus defensores a Tertuliano. La secta, con su inspiración extática y su invocación al Espíritu Santo, o el Paráclito (consolador) prometido por Jesucristo, fue condenada primero en Roma y en el Asia Menor, sobre todo a principios del siglo III, y se extinguió al desvanecerse sus profecías.


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MACEDONIANOS

MACEDONIANOS.- Secta arriana del siglo IV, cuyos miembros negaban la divinidad del Espíritu Santo, diciendo que era una simple creatura. San Atanasio los combatió bajo el nombre de pneumatómacos (enemigos del Espíritu santo), y fueron condenados en el concilio de Alejandría en 362.


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DULCINISTAS

DULCINISTAS.- Sectarios discípulos de Dulcino o Dolcino de Novara, cuya doctrina afirmaba que el reino del Espíritu Santo empezaba en 1300, terminando en este año el de Jesucristo. Practicaban la doctrina de la comunidad de bienes y propiedades, incluso de las mujeres. Al morir en el fuego Dolcino y su esposa, la secta se dispersó y desapareció poco después.


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FRAGMENTO SOBRE LA SAGRADA TRADICIÓN Y LA SAGRADA ESCRITURA

La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Sagrada Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que éstos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Por eso se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción y reverencia. (Dei Verbum, 9).

LA IMPORTANCIA DEL DOGMA.      

credoA veces nos preguntamos qué importancia tiene el dogma: creer una serie de verdades que parecen ser más cuestión de teólogos, que de aplicación práctica para la vida cotidiana del cristiano.

Es cierto que no hay que ser un doctor en teología para ser un buen cristiano, y hay que tener en cuenta que una cosa es la verdad de fe en sí misma, en su concepción más escueta, en su esencia, y otra la formulación y explicación teológica de dicha realidad dogmática, con la dificultad que éstas conllevan  y que corresponden a la cultura y conocimientos del momento en que se formularon y, siempre con la debida cautela, son perfectibles y reformulables, no perdiendo nunca de vista que la base y fuente única de los dogmas es la Sagrada Escritura y la Tradición.

También es cierto que no todos los dogmas tienen la misma importancia, tanto objetiva como subjetivamente considerados. Los hay capitales, como el de la divinidad de Jesucristo y el de su Resurrección.

El primero, porque si no fuese así, la historia de nuestra salvación no tendría ningún fundamento y, porque si Jesucristo es realmente Dios, su doctrina y su palabra tienen un valor cósmico, universal y de una trascendencia incalculable: no son sólo las palabras de un hombre importante y excepcional, sino las del Dios único y verdadero, con las consecuencias que de ello se derivan para la vida y la Historia de la Humanidad.

El segundo, porque, citando a San Pablo:

“Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra Fe”.

Así pues, los dogmas, lejos de atenazar nuestra inteligencia, proponiéndole unas verdades que se consideran seguras por las bases en que se sustentan y la solidez de sus argumentos y al ser proclamados por la autoridad de quienes ostentan la descendencia legítima de los Apóstoles, afirmando en un momento determinado aquello que la Iglesia, depositaria de la doctrina de Cristo, ha venido creyendo ininterrumpidamente a lo largo de los siglos como revelado por Dios, nos muestra el camino seguro para afirmar nuestra fe y dar sentido a nuestros actos que si se ajustan a la voluntad de Dios, manifestada a través de su Iglesia, nos aseguran el cumplimiento de esta voluntad y la certeza de dar un sentido pleno a nuestra vida, conforme a los planes trazados por Dios

Cristo mismo fundamenta como base de la salvación la fe, es decir, la creencia en su palabra y en las verdades que de la misma se derivan y que aceptamos por ser El mismo, a través de su Iglesia, quien nos las propone y como consecuencia de la aceptación de estas verdades, la actuación coherente en nuestras actitudes que, a pesar de las naturales deficiencias humanas,  nos identifican como seguidores del único Dios revelado por Cristo a toda la Humanidad. Es decir,  no podemos aceptar unas cosas y rechazar otras, que Dios nos manifiesta y la Iglesia nos propone como ciertas, sólo porque no nos gustan o no se adaptan a nuestros deseos o a nuestras conveniencias, puesto que actuar de esta forma sería fraccionar y adulterar el mensaje de Jesús al conformarlo según el parecer o la opinión de cada uno quitando a su palabra y a su doctrina el valor aglutinante y de unión de los unos con los otros y con Él mismo (Comunión), propio de los discípulos de Cristo.

No olvidemos que a Cristo no se le puede separar de su Iglesia a la que confió su doctrina y la continuidad de su ministerio y que, por consiguiente, la verdadera unidad (común-unión)  de los cristianos, entre si y con Cristo, no puede realizarse plenamente al margen de la misma, sino sólo en su seno y no de una forma individualista o de grupos aislados o según el parecer de determinados pensadores o teólogos, pues, aunque es cierto que la acción del Espíritu Santo puede manifestarse en cualquier miembro de la Iglesia, ¿Se negará la autoridad a quienes por tradición y derecho la tienen y se dará crédito, sin más, a las elucubraciones, aunque se quieran considerar bienintencionadas, de quienes no pueden ostentar, y mucho menos de forma individual, autoridad suficiente para interpretar de forma inequívoca la palabra de Dios, más aún si se opone a la  interpretación tradicionalmente aceptada por quienes sí la tienen?.

Toda la fe que profesa actualmente la Iglesia, está contenida, obviamente, en la fe inicial a partir de la Tradición Apostólica y de los escritos Neotestamentarios; o sea: está contenida en la fe primitiva, en algunos casos de forma explícita y en otros, de forma implícita, y ambas formas se van desarrollando a través de los siglos, profundizándose mediante la reflexión teológica, promovida en no pocos casos, por el “sensus fidei” del pueblo cristiano, y sancionada por quien ejerce la autoridad en el seno de la misma Iglesia, mediante la asistencia del Espíritu Santo.

A mi modo de ver, la cohesión de las verdades definidas dogmáticamente es tal que, cada una de ellas depende, o está fundamentada, en otra u otras, a la manera de una cadena en la que cada eslabón es necesario, recibiendo cada uno de ellos la unión del resto de la cadena y dando a su vez continuidad a la misma al unirse a los siguientes eslabones, de tal manera que si falta uno de ellos, se rompe la unidad y la continuidad.

Por creer que es significativo, transcribo el siguiente párrafo de un escrito de Mn. Francesc Malgosa i Riera, aparecido en “Catalunya Cristiana” en fecha  21-09-06:

“Ciertamente, la realidad esencial de la fe no es evidente. Sin embargo, la génesis de la fe en el corazón de todos los pueblos, sobre todo en Israel que tiene su punto culminante en  Jesús , es un proceso histórico tan fehaciente, razonado, razonable, creíble y adecuado a las aspiraciones de la persona, que tengo la certeza de que a pesar del contexto actual de increencias, la fe, y concretamente la fe cristiana, conocerá nuevas primaveras”.

“La obra del Espíritu Santo, que asegura la actualización  del misterio de Cristo y hace posible su mejor comprensión a lo largo de los siglos, aunque no consiste en una nueva revelación, permite, sin embargo descubrir  nuevos aspectos y dimensiones de este mismo misterio que ya ha sido comunicado de una vez para siempre”. (Cf. “Magisterio eclesial”, de Franco Ardusso, pág. 36).

Todo cuanto se ha expuesto, aunque de forma limitada, es para tratar de entender la importancia que tiene, a parte de la coherencia entre la fe y los actos de cada uno, la adhesión a unas verdades fundamentales y la cohesión que la profesión y aceptación de las mismas da a los miembros de la Iglesia de Jesucristo. Si es verdad que los seguidores de Cristo deben distinguirse por el Amor, no es menos cierto que la comunión en una misma fe, sin fisuras ni discrepancias, al amparo y la luz de la doctrina magisterial de la Iglesia, concretada en las verdades dogmáticas, constituye en sus miembros un signo inequívoco de identidad y de cohesión.

Toda discrepancia en materia de fe es disgregadora y excluyente y por esta razón el cristiano debe evitarla para no convertirla en un individualismo aislacionista.

La historia del Cristianismo nos muestra cómo las diferencias en materias de fe han alejado hasta extremos difícilmente  reconciliables a diversos  grupos y, así mismo, si los alejamientos han sido ocasionados por otras causas, se ha producido también, como consecuencia de estos distanciamientos, disparidad en las creencias de sus miembros, al buscar cada uno por su lado, e incluso de forma individual por algunos miembros dentro de cada grupo,  los rasgos distintivos de sus creencias, al faltar la autoridad necesaria para la cohesión de los individuos y concretar las verdades que deben dar sentido a su fe y a la comunión entre sus miembros.

Monseñor Elías Yanes, al valorar recientemente la religiosidad de los españoles, manifiesta al respecto:

Para muchos la religiosidad parece haberse convertido en una cuestión de gustos personales. Son muchos lo que ponen el acento en la relación individual de cada creyente con Dios, quitando importancia a los aspectos dogmáticos, a la comunión eclesial. Se trata de  un individualismo subjetivista con  un gran poder desintegrador.

 J.A.P.L.


Por tener cierta relación con el tema tratado, transcribo una parte de la respuesta a una de las preguntas que el periodista Giuseppe de Carli efectúa al Cardenal Tarcisio Bertone, en el libro “La última vidente de Fátima”:

… Mediante la fe, el hombre descubre el valor infinito de su ser como persona. Dios desea entrar en comunión con él y descubre, contemporáneamente, el fin sobrenatural para el que ha sido creado: estar unido a Dios. San Ignacio de Antioquía dice: “Siento dentro de mí como fluye un agua viva que murmura: vienes del Padre”. La Revelación cristiana no hace sino recoger la natural aspiración a la felicidad del ser humano. El conocimiento de la fe y su continuo enriquecimiento son elementos esenciales en la felicidad del hombre. “El hombre”, como tanto le gustaba repetir a Juan Pablo II, “es la única criatura sobre la tierra que Dios ha querido que exista por sí misma”. Estamos en un círculo infinito y en el interior de la dinámica de un fin sobrenatural. Cuando desaparece el sentido religioso las supersticiones crecen. Nuevas formas de esclavitud psicológica, porque a las preguntas inexpresadas se les da una respuesta desviada. Un intelectual refinado como Claudio Magris ha lamentado el declive de la cultura cristiana y católica, el escaso conocimiento de los fundamentos de la religión, el inadecuado conocimiento de los Evangelios. Escribe: “Se trata de una grave mutilación para todos, creyentes y no creyentes, porque la cultura cristiana es una de las grandes sintaxis dramáticas que permiten leer, ordenar y representar el mundo, pronunciar su sentido y sus valores en el cruel e insidioso laberinto de la existencia”.


En el libro de José Ramón Ayllón, “10 ateos cambian de autobús”, páginas 122 y 123, en el capítulo que habla de la conversión al catolicismo de Gilbert K. Chesterton, se expone que:

…un artículo de Robert Dell afirmaba que el hombre  que se hace católico “deja su responsabilidad en el umbral y cree en los dogmas para librarse de la angustia de pensar”. Chesterton responde así:

“Euclides, al proponer definiciones absolutas y axiomas inalterables, no libra a los geómetras del esfuerzo de pensar. Al contrario, les proporciona la ardua tarea de pensar con lógica. El dogma de la Iglesia limita el pensamiento de la misma manera que el axioma del sistema solar limita la Física: en lugar de detener el pensamiento, le proporciona una base fértil y un estímulo constante”.