LA CAZA DE BRUJAS

Artículo en el número 42 de “National Geographic (Historia)
Autor: Maria Tausiet (Doctora en Historia)


HN_42_CAZA_DE_BRUJAS¿A qué nos referimos al hablar de la «caza de brujas»? ¿En qué se pareció a otras persecuciones recientes también bautizadas con ese nombre? ¿Qué se escondía detrás del fanatismo religioso de unos pocos y la adhesión generalizada de la mayoría? ¿Por qué tuvo lugar en la Edad Moderna, y en especial durante los siglos XVI y XVII, cuando la creencia en la brujería existía ya anteriormente? Éstas son algunas de las preguntas que podrían hacerse acerca de un fenómeno que hoy en día, pese a la enorme cantidad de libros escritos sobre el tema, continúa siendo un problema en gran medida sin resolver.

Lo que sí puede afirmarse es que, a partir de mediados del siglo XV, empezó a promoverse la eliminación de un nuevo tipo de herejes, supuestos aliados del diablo, cuya doctrina, a diferencia de la asociada a otros grupos de heterodoxos, no estaba en absoluto definida. El peligro de los brujos (brujas en su mayor parte, como veremos más adelante) era tal que, según sus perseguidores, superaba cualquier otra amenaza. No en vano se decía que el mismo diablo actuaba directamente a través de dichos seres infames para sembrar su cizaña en un momento de división y crisis religiosa especialmente delicado para la Europa cristiana. Nada más expresivo que un texto escrito por el jesuita Pedro Canisio, según el cual:

«Por todas partes se castiga a hechiceras y brujas, de las que se observa actualmente una cosecha estupenda. Sus fechorías son horrorosas… Sobrepasa los límites de lo creíble la impiedad, la desvergüenza, la crueldad que estas mujeres perdidas, guiadas por Satanás, han practicado… Que el Señor… nos aumente su gracia para que entre tanto apestado, herejes, magos y magas, cumplamos bien con nuestro oficio».

Paradójicamente, sin embargo, la mayoría de quienes fueron juzgados y condenados por brujería, llegando incluso hasta sufrir la pena de muerte, no habían cometido ningún delito demostrable. De hecho, muchos de ellos no llegaron a entender nunca de qué se les acusaba ni por qué. Esto quiere decir que se trataba de un crimen fundamentalmente imaginario. De ahí que el primer paso para combatirlo consistiera siempre en «descubrir» qué personas eran brujas, más que en localizarlas. Dicha tarea fue llevada a cabo desde diversos frentes: de un lado, por las instituciones judiciales de la época —tanto seglares como eclesiásticas— de otro, por determinados individuos interesados en sacar provecho de unas acusaciones que inevitablemente conducían a la exclusión de los señalados como brujos.

220px-Champion_des_dames_VaudoisesSegún una famosa leyenda negra que continúa circulando todavía hoy, los tribunales del Santo Oficio de la Inquisición española fueron los más incansables y crueles perseguidores de brujas de toda Europa. Es cierto que, en un primer momento, a finales del siglo XV y principios del XVI, sobre todo, se ocuparon activamente del «crimen» de brujería, llegando a condenar a muerte a buen número de inocentes mediante el sistema de «relajación» o entrega de los reos a los encargados de la justicia seglar, ya que en teoría la Iglesia sólo podía imponer penas espirituales. Pero también es verdad que muy pronto surgieron críticos entre sus filas. Un buen ejemplo del interesante cambio de actitud inquisitorial hacia la brujería es el encuentro de juristas que tuvo lugar en Granada en 1526 a raíz de las atroces persecuciones llevadas a cabo en Navarra por aquellos años.

Los diez miembros convocados a dicha junta debían decidir acerca de la conveniencia de que tales casos fueran juzgados por la Inquisición, pero para ello tenían antes que pronunciarse sobre la autenticidad de los actos atribuidos a las supuestas brujas. Se hizo una votación al respecto y seis de los diez convocados afirmaron que aquellas «realmente» iban al sabbat o aquelarre, mientras que los cuatro restantes votaron que iban «imaginariamente».

Pese a todo, la junta decidió en último término que, puesto que cabía la posibilidad de que los homicidios confesados por las reas fueran ilusorios, dichas mujeres debían ser juzgadas por la Inquisición y no por los tribunales seglares, salvo que éstos probaran que tales homicidios se habían cometido verdaderamente. Pero lo más importante de todo es que, tras la reunión de 1526, se aprobaron unas instrucciones minuciosas para todos los inquisidores de la Península, según las cuales a partir de entonces debía averiguarse si las acusadas de brujería habían sido previamente torturadas por los jueces seglares, no permitiendo que se considerasen pruebas concluyentes las declaraciones obtenidas mediante el uso de la fuerza.

b014911d_2000x1720Así pues, los auténticos responsables de la famosa «caza» no fueron ni la Inquisición ni los tribunales episcopales, a quienes también competía el enjuiciamiento de la brujería en tanto que herejía, y de los que no se conserva ninguna sentencia de muerte. Tal responsabilidad debería atribuirse en todo caso a la justicia seglar, que actuó de forma menos centralizada y estuvo mucho más interesada en acabar con un problema que casi siempre remitía a conflictos locales en los que los propios jueces y sus familias se hallaban involucrados.

La situación descrita se refleja en regiones de la actual Alemania y territorios colindantes, pertenecientes entonces al Sacro Imperio Romano Germánico, donde se concentró el mayor número de procesos de que tenemos noticia hasta el momento. Hay que advertir, no obstante, que, a pesar de los constantes intentos de algunos historiadores por contabilizar las condenas totales por brujería durante la época de auge de su persecución, resulta imposible aventurar una cifra siquiera aproximada de las mismas. Ello se debe a la naturaleza misma de una serie de campañas feroces que en buena parte se produjeron de forma clandestina o, por lo menos, al margen de la ley. Buen ejemplo de ello lo constituyen los llamados «estatutos de desaforamiento» que fueron aprobados en Aragón durante la Edad Moderna para luchar con total impunidad contra la brujería y otros delitos considerados especialmente graves. Los jueces o alcaldes de las localidades que decidían «desaforarse» estaban autorizados para perseguir a las supuestas brujas sin atender a las leyes —los fueros de Aragón—, «la parte presente o ausente, en el lugar acostumbrado, de día o de noche… con instancia o sin instancia de parte, solamente su ánimo informando».

image015En la práctica, tantas y tan variadas facilidades supusieron la aplicación sistemática de todo tipo de torturas, así como la condena a muerte casi fulminante de muchas mujeres sin siquiera abrir proceso contra ellas (lo que implica que no se conserven testimonios precisamente de los casos más crueles y masivos). Para entender el grado de violencia social que condujo a dicha situación hay que tener en cuenta que, con frecuencia, las acusaciones de brujería representaban una manera de canalizar conflictos locales. Así, desgracias como las muertes, enfermedades, esterilidad, impotencia, malas cosechas, etc., se atribuían a un chivo expiatorio elegido entre los miembros de la comunidad. La mayoría de las víctimas pertenecían al sexo femenino, tenían una edad avanzada y contaban con pocos individuos capaces de defenderlas por tratarse de viudas, por el rechazo de su propia familia, o por no disponer de apoyos ni la riqueza suficientes para hacer frente a sus enemigos. Si a ello unimos que el motivo principal, y en ocasiones exclusivo, por el que se valoraba a las mujeres entonces era la maternidad, no es de extrañar que, tras pasar su etapa fértil y dedicada a la crianza de los hijos, muchas de ellas fueran consideradas inservibles y, en consecuencia, una carga de la que convenía desembarazarse.

La creencia en la brujería, o dicho de otro modo, en que determinados individuos eran capaces de dañar a sus semejantes mediante sus poderes extraordinarios venía de muy atrás. Desde tiempos inmemoriales se pensaba que las malas intenciones expresadas a través de la mirada —los ojos como ventanas del corazón—podían causar auténticos estragos. El llamado «mal de ojo», la ojeriza, la envidia (del latín invidia, derivado de in videre) se consideraban tanto o más peligrosos que cualquier epidemia o catástrofe natural. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que dichas ideas sobre la influencia de unos individuos en otros convivían al mismo tiempo con leyendas imaginarias acerca de seres mitológicos portadores del mal, medio animales, medio humanos, que podían presentarse repentinamente en cualquier momento y lugar, con lo que los terrenos de la fantasía y la realidad no terminaban de distinguirse claramente.

Historia de la caza de brujas en la edad media y moderna.Como pusieron de manifiesto Julio Caro Baroja y José Miguel de Barandiarán en sus estudios sobre la brujería en el País Vasco, uno de los mitos clásicos que más iba a influir en la configuración de la bruja moderna  fue el de las lamias griegas, figuras malvadas por excelencia, a quienes se imaginaba con cuerpo de mujer y patas de ave –como de gallina–, o con cola de pez o dragón, dependiendo de las versiones. Se suponía que las lamias, envidiosas de las madres, se dedicaban a matar a cuantas criaturas podían dar alcance, devorándolas o chupando su sangre. Como cabe esperar, las lamias formaban parte del elenco de seres terroríficos, junto con las esfinges o las arpías, utilizadas por los griegos para asustar a los niños y hacerles obedecer, tal y como sucedió en España hace tiempos recientes con el hombre del saco y el sacamantecas.

Los romanos, por su parte, adoptaron el mito de las lamias y añadieron a su vez el de las llamadas striges: mujeres-ave, cuyo nombre deriva del término strix, una familia de rapaces nocturnas que comprende el búho, el mochuelo y la lechuza. Su relación con las sirenas y las arpías griegas resulta evidente, a pesar del cambio de denominación. En cualquier caso, la confusión entre dichas aves y ciertas mujeres con fama de hechiceras se plasmó en abundantes obras literarias sobre maravillosas metamorfosis de animales en seres humanos, y viceversa. Así, por ejemplo, en El asno de oro de Apuleyo, una hechicera dedicada a las artes ocultas se convertía en búho y salía volando por la ventana después de aplicarse ciertos ungüentos. La ambigüedad mujer-animal se mantuvo durante siglos, hasta el punto de que, todavía hoy en día, la palabra italiana utilizada para designar a la bruja es strega, cuya raíz resulta indiscutible.

El equilibrio entre lo imaginario y lo real, esa delgada línea que separa las creencias o percepciones por un lado, y los hechos objetivos por otro, se rompió definitivamente a finales de la Edad Media en lo que respecta a la brujería. Fue entonces cuando buena parte de las historias legendarias que habían circulado durante siglos sobre las brujas entendidas como un colectivo plural indeterminado se encarnaron en mujeres individuales de carne y hueso, a las que se consideró necesario eliminar como símbolos del mal.

xtd_68835_1444x2000Se llegó a acusar a esas mujeres de cruzar el cielo por las noches montadas a lomos de distintos animales, ramas de árboles o arbustos, e incluso escobas, símbolo eminentemente femenino, por su asociación con las tareas domésticas, para reunirse con el demonio y cometer todo tipo de maldades. Se decía que ellas mismas podían convertirse en distintas bestias a voluntad, como gatos o lobos, para pasar inadvertidas y perpetrar con mayor facilidad sus actos nefandos. Tales asambleas serían conocidas como sabbat, «sábado» en hebreo, lo cual implica una clara referencia a los ritos judíos que también eran perseguidos por entonces, y como akelarre, «prado del macho cabrío» en euskera, por la forma animal adoptada por Satanás, según testimonios recogidos en Navarra y el País Vasco. Según las fantasías del sabbat, los asistentes a dichas reuniones debían haber renegado previamente de Dios, la Virgen y los Santos, y haber jurado fidelidad al demonio, de la misma manera que los vasallos rendían homenaje a su señor feudal.

En realidad, la construcción imaginaria y maniquea del sabbat no era sino una visión a la inversa de la liturgia católica elaborada por los teólogos en su afán de separar y contrastar los terrenos del Bien y el Mal. Ello no excluía la presencia de elementos procedentes de la cultura popular, como por ejemplo ciertas fantasías acerca de viajes nocturnos a un Más Allá concebido como la tierra de Jauja o el País de los Muertos Vivientes, o los excesos característicos de las fiestas campesinas y el carnaval. Lo importante es que las ceremonias y los sacramentos de la Iglesia oficial aparecían contrapuestos a otro tipo de ritos y costumbres, en gran  medida profanos y, por tanto, considerados supersticiosos, que se mantenían todavía vivos en muchas zonas rurales de la Europa moderna pese a los continuos intentos de cristianización. El espejo deformante de los relatos sabáticos debía servir para proyectar un reflejo invertido que iluminara de qué lado se encontraba la verdad en una época especialmente convulsa, dada la proliferación de todo tipo de herejías y de las tensiones generadas por la división entre católicos y protestantes.

La contrariedad se aplicaba de manera general, pero también específica. Si en la misa intervenían el pan y el vino, en los rituales de las brujas se utilizaba excrementos y orina. Si Dios escribía en un libro blanco, el Demonio lo hacía en uno negro, y así sucesivamente. En la Iglesia católica, como escribía Martín de Castañega,

«besan los súbditos la mano a sus mayores y señores espirituales y temporales, y al Papa le besan el pie en señal de absoluta y total obediencia y reverencia, y a Dios en la boca, en señal de amor… Pues para el Demonio, que es tirano y señor que de sus súbditos hace burla y escarnio, no resta salvo que le besen en la parte y lugar más deshonesto del cuerpo».

Así, la famosa reverencia al Demonio (el beso en el trasero) no tenía otra función que resaltar y acentuar la malignidad de los pretendidos brujos. La aplicación de untos o ungüentos para volar también encontraba su contrapartida en las unciones sagradas, como el mismo sacramento de la extremaunción. Si los místicos que se habían hallado alguna vez en contacto directo con lo divino podían aparecer estigmatizados, como signo de su participación en la pasión de Jesucristo, las brujas llevaban grabada en alguna parte de su cuerpo una marca o señal que el Diablo les habría hecho como indicativo material del pacto. Si las lágrimas de arrepentimiento y amor a Dios constituían un signo de indudable santidad, las brujas eran incapaces de llorar, etc.

Las descripciones del aquelarre fueron abundantes y diversas en función de las zonas geográficas. En palabras del historiador G. R. Quaife:

«Las brujas alemanas mostraban inclinación a lo escatológico. Todos los desperdicios humanos –sangre menstrual, semen, heces, vómito, orina, pus—tenían propiedades mágicas… En Ginebra, las brujas se especializaban en propagar la peste. En Inglaterra no existían aquelarres, y en Escocia eran diversiones campesinas en las que faltaban los aspectos horrendos. Comer, beber y bailar eran los ingredientes principales, y lo sexual era una extensión de la obscenidad normal de los campesinos».

Cada región aportaba sus tradiciones y fantasías, siendo una de las más completas e impactantes la que aparece en las descripciones del aquelarre vasco-navarro tal y como se manifestó en los testimonios recogidos en el célebre proceso de las brujas de Zugarramurdi.

Para entender la persecución contra la brujería que tuvo lugar en Europa sobre todo en los siglos XVI y XVII no basta, sin embargo, con referirse a los aspectos religiosos más o menos teóricos. Paralelamente, hay que entender el cambio legal que se produjo por esas fechas y que, en lo fundamental, consistió en una nueva forma de llevar a cabo los procesos criminales. Durante la Edad Media había predominado la forma acusatoria, pero a lo largo de la Edad Moderna ésta se vio sustituida progresivamente por la forma inquisitorial. Antes, los acusadores debían hacer acopio de todo tipo de pruebas y, si no conseguían demostrar su acusación, se arriesgaban a sufrir una pena tan severa como la que le hubiera correspondido a la persona a quien acusaban una vez probada su culpabilidad. Por el contrario, en el procedimiento inquisitorial era el juez quien tomaba la iniciativa para el descubrimiento de la «verdad», con lo cual los acusadores declinaban su responsabilidad y pasaban a convertirse en simples denunciantes, ya que la investigación o «inquisición» (inquisitio) debía ser realizada y costeada de oficio por la propia justicia.

El cambio de procedimiento afectó a la brujería de forma muy directa, ya que se trataba de un «crimen» difícil, cuando no imposible, de probar. Mientras predominó la forma acusatoria, fueron muy pocos los que se arriesgaron a acusar a alguien de brujo o bruja: ¿cómo encontrar pruebas de que la enfermedad de un pariente había sido causada por los hechizos de una vecina? ¿Cómo demostrar que un niño había muerto de «mal de ojo», o que cierta tormenta de granizo había sido provocada por los conjuros de alguien interesado en los perjuicios que ocasionaría? Ante la gran dificultad para presentar pruebas referidas a delitos semejantes, muchas de las riñas entre habitantes de una misma aldea que a menudo se traducían en imputaciones de brujería, acababan por ser enterradas y transformadas en odios duraderos o, en ocasiones excepcionales, se manifestaban en forma de linchamientos a margen de la justicia oficial.

Sin embargo, a partir de la generalización del método inquisitorial, los conflictos internos de los aldeanos encontraron un cauce legal. Cualquiera podía calumniar a su vecino o acusar a su enemigo de herejía o de brujería, y librarse así de mantener una disputa personal. A pesar de que la relación con Satanás constituía la base del crimen de brujería según la doctrina de la Iglesia, no era necesario demostrar que alguien había pactado con el diablo: el juez mismo se encargaba de mantener dicha acusación, que aparecía invariablemente en boca del fiscal encargado de proceso.

Junto a los aspectos doctrinales y los legales, la vertiente psicológica y emocional que subyacía en las acusaciones de brujería ha sido uno de los temas más abordados en los estudios recientes. Entre los mecanismos de defensa para evitar asumir el creciente peso de la responsabilidad y del concepto de pecado inculcados desde los púlpitos, habría que destacar el fenómeno de la proyección o transferencia de las emociones. Ello aparece perfectamente ejemplificado en las acusaciones de brujería, que casi siempre representaban una forma de desviar tensiones hacia un chivo expiatorio y constituían por tanto una forma de aliviar todo tipo de conflictos y desacuerdos.

Alan Macfarlane fue el primero en demostrar que en la Inglaterra del siglo XVI y XVII, muchas acusaciones se produjeron tras negarse algunos individuos a proporcionar ayuda económica a los pobres que se presentaban en las puertas de sus casas. Quienes negaban tal ayuda, ordenada por la doctrina moral tanto de católicos como de protestantes, se sentían obviamente culpables, pero si los individuos necesitados eran retratados como brujas o brujos y, por tanto, como agresores morales indignos de recibir auxilio, el sentimiento de culpa se atenuaba. De ese modo, el vecino ruin proyectaba su mala conciencia sin correr riesgos.

La ausencia de solidaridad en las relaciones familiares y de vecindad provocó múltiples acusaciones de brujería en toda Europa. El mecanismo psicológico consistente en creer –o, al menos, declarar ante el juez—que cualquier desgracia sobrevenida tras la negación de asistencia constituía una venganza de la persona desatendida por no habérsele concedido lo que pedía se repetía una y otra vez en los procesos contra brujas

Según el relato de una testigo en el proceso incoado en 1591 ante el arzobispo de Zaragoza contra Catalina García, alias Nadalmava, de la localidad turolense de Peñarroya de Tastavins, Catalina había acudido hacía cinco años a su casa y le había pedido un manojo de cáñamo, que ella le negó:

«Y de allí a dos meses parió un niño. Y siendo de siete semanas, una noche se lo halló muerto en la cama, todo lleno de cardenales, habiéndolo acostado sano y bueno. Y tuvo por cierto [que] se lo mató la dicha Nadalmava».

La atribución de las muertes infantiles a las acusadas de brujería representaba una forma de evitar la asunción de ciertos comportamientos más difíciles de reconocer aún que la falta de compasión frente a la miseria ajena, como los malos tratos a las criaturas o incluso el infanticidio. En realidad, más que de infanticidio directo o voluntario, habría que hablar de actuaciones indirectas o semiinconscientes, como el hecho de tumbarse encima de las pequeñas criaturas durante la noche de forma más o menos intencionada. Muchas mujeres acostaban a los niños junto a ellas en el lecho conyugal y después los aplastaban o asfixiaban al darse la vuelta mientras dormían. Dicha conducta se acentuaba cuando las madres habían bebido, con la consiguiente disminución o pérdida de conciencia, lo que facilitaba la comisión del crimen.

aa531418_999x968Afortunadamente para muchas acusadas a quienes se pretendió responsabilizar de estas y otras desgracias, la persecución de la brujería comenzó a decaer sensiblemente en toda Europa a lo largo del siglo XVIII, coincidiendo con la existencia de la llamada Ilustración y la defensa de la diosa Razón por los representantes de las principales instituciones judiciales. Ello no supuso el fin de la creencia en brujas, pero sí al menos el adiós definitivo de los poderes civil y religioso a su campaña conjunta contra un enemigo invisible.

EL SABBAT O AQUELARRE Y EL PROCESO DE ZUGARRAMURTI

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EL SABBAT o AQUELARRE ha constituido, y sigue constituyendo una de las fantasías más completas y poderosas de la cultura occidental, desde las primeras menciones  al mismo, a mediados del siglo XIV, hasta nuestros días. Aún hay quienes defienden su supuesta base real, apoyándose en argumentos como los extendidos cultos a la fertilidad, la proliferación de sectas dirigidas a hacer el mal, etc. No obstante, estamos ante un claro ejemplo de alegoría o «bosque de símbolos»: en este caso de símbolos opuestos a la doctrina y la liturgia de la Iglesia oficial, lo que invita a hacer una lectura figurada para tratar de encontrar el sentido que dichos símbolos pretendían transmitir.

Las descripciones de lo que sucedía en el sabbat variaban mucho según los acusadores pero, por lo general, la iniciación ritual, la comida y bebida abundantes, la danza y las actividades sexuales más pervertidas, incluida la zoofilia, el incesto y la cópula con los demonios, venían a ser elementos comunes. Además se incluía el canibalismo, los sacrificios de niños y la profanación de elementos sagrados.

Todo cuanto la Iglesia quería combatir en los comportamientos de sus díscolos feligreses era exagerado hasta el extremo y encontraba cabida en una elaboración paródica de la religión ortodoxa llevada a sus últimas consecuencias.


236920_AutodefeBurgosEL PROCESO DE ZUGARRAMURTI. Un momento decisivo para la historia de la brujería y de la Inquisición se produjo en relación con las pesquisas llevadas a cabo en Navarra a propósito de uno de los casos más espectaculares registrados e toda Europa: el proceso de Zugarramurdi, que acabó con un auto de fe (o ejecución pública de la sentencia) celebrado en Logroño en 1610. Según el resumen hecho por el impresor Juan de Mongastón, testigo del auto, se dijo que en Zugarramurdi se celebraba un aquelarre tres días a la semana, que el Diablo lo presidía sentado en un trono, que señalaba a sus adeptos en sus cuerpos (principalmente en la niña del ojo) y asignaba a cada uno de ellos un sapo vestido, que no era sino un demonio que servía como ángel de la guarda a los nuevos renegados  de la fe. Tras ser denunciadas más de trescientas personas por tales cargos y otros semejantes, tan solo se condenó a treinta y una, once de ellas a muerte.

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El proceso suscitó enormes críticas con respecto a la realidad de las acusaciones por parte de Alonso de Salazar, un escéptico inquisidor apodado por sus adversarios «el abogado de las brujas». Para él,

«no hubo brujas ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar de escribir de ellos».

Desde entonces los tribunales inquisitoriales españoles cambiaron sus métodos, renunciando a aplicar la pena capital y mostrando un progresivo desinterés hacia los acusados por brujería, tratados con compasión y precaución crecientes.

LA PAPISA JUANA

(Extractado del “Diccionario Enciclopédico ESPASA”).

Papesse_Jeanne_BnF_Français_599_fol._88PAPISA JUANA: Personaje fabuloso que se ha pretendido introducir malévolamente en el Catálogo de los Romanos Pontífices, entre San León IV y Benedicto III., para combatir a la Iglesia Católica.

LA FABULA:

A la muerte de San León IV fue elegido un sabio que los más ponen su cuna en Maguncia. Algunos dicen  que desde el momento de su elección  ya declaró ser mujer, aunque disfrazada de hombre. No es menos discutible su nombre: Inés, Gilberta, Jutta, Teodora y Juana. Todos convienen en que tomó el nombre de Juan VIII. Gobernó la Iglesia más de dos años, hasta que un día, presidiendo una solemne procesión fue acometida de dolores de parto. Llevada a San Juan de Letrán, dio a luz un niño y ella murió.

FUNDAMENTOS:

1º.- La autoridad de los Padres dominicos Martín de Polonia y Esteban de Bourbon (s. XIII), que refieren la anterior historia. Pero, estos dos autores, fuera de vivir cuatro siglos después de la época en que es colocada la Papisa, no conocían ni las más elementales reglas de crítica, como se ve a cada paso en sus escritos.

2º.- En dos catálogos de Sumos Pontífices, redactados, según parece a finales del siglo XIII, se leen estas palabras: “Papissa Johanna non numeratur”. . Luego, dicen ellos: estos dos catálogos al excluirla, reconocen ser una persona real. Pero prescindiendo de la autenticidad de estos dos catálogos, que puede ponerse en duda, de ellos no puede deducirse otra cosa que en su tiempo ya era conocida esta leyenda. Mas al excluir positivamente a la pretendida Papisa de la sucesión de los Romanos Pontífices, equivale a la negación de haber ocupado ella por algún tiempo la Cátedra de San Pedro.

3º.- Adúcense también algunos manuscritos del Liber Pontificalis que contiene la historia de la Papisa. Pero monseñor Duchesne, ha probado evidentemente, que el pasaje que hace mención de la Papisa es una interpolación hecha en el siglo XIV sobre un manuscrito del siglo XII, como se ve examinando el escrito.

4º.- La existencia de algunas estatuas en honor de la Papisa en Siena, Bolonia y Roma, en esta última ciudad confiesa haberla visto Dietrich de Niem. Dice que en el zócalo de la estatua se leía esta inscripción: “Pa. P. P. P. P. P.”: “Parce, Pater, Patrum, Paruit, Papisa, Papellum”. Estas estatuas de Siena y Bolonia si en realidad han existido, dependen evidentemente de la leyenda; en cuanto a la de Roma, representaba una divinidad pagana con un niño en brazos, y según algunos pudo dar ocasión a que se inventara esa fábula. La inscripción predicha puede interpretarse de igual modo: “Pap. P. P. Propia Pecunia Possuit”.

5º.- Los mismos Papas han dado crédito a esta relación, principalmente uno del siglo XIII, que debiendo llamarse Juan XX, prefirió llamarse Juan XXI, para dar lugar a la Papisa en los catálogos Papales. Bien puede ser que Juan XXI creyese cándidamente lo que referían los autores antedichos, pero de aquí no se sigue que la tal Papisa haya existido, ni mucho menos en contra de la santidad de la Iglesia y de la infalibilidad del Santo Padre que mientras no hable “ex cathedra”, puede errar como todo hombre. Sin embargo, monseñor Duchesne, cree que se llamó Juan XXI porque en muchos catálogos se halla dos veces el nombre de Juan XV. Fuera de que muchos papas tomaron su denominación sin crítica alguna. Precisamente el segundo sucesor de Juan XXI, tomó el nombre de Martín IV, siendo así que anteriormente sólo había existido un Martín.

REFUTACIONES:

Actualmente ningún autor serio cree la historia de la Papisa, destituido de todos sus fundamentos; los mismos protestantes se esfuerzan en probar su falsedad y desacreditarla.

En realidad, fuera de que entre los contemporáneos de San León IV y de Benedicto III nadie de la existencia de la Papisa Juana, existen varios documentos que prueban evidentemente la sucesión inmediata de estos dos pontífices, entre los cuales, por lo tanto, no puede colocarse la presunta Juana, a quien aseguran un pontificasdo de más de dos años.

1º- Existe una confirmación de los privilegios de la iglesia de Corvei, con fecha 7 de octubre de 855, tres meses después de la muerte de San León IV, ocurrida el 17 de julio del mismo año. V. Bullarium Romanum (t. I, pags. 295-301, ed. Tauriniense).

2º.- San Prudencio, obispo de Troyes, en los anuales bertinenses, año 855, dice:

En el mes de agosto muere el papa León y le sucede Benito”.

3º.- Hincmaro de Reims, en su epístola 26 a Nicolás I, recuerda que en 856, los legados enviados por él a Roma, al papa León IV, supieron durante su viaje la muerte de éste, y a su llegada a la ciudad, ya ocupaba su lugar Benedicto III.

4º.- Lupo de Ferrieres en una carta a Benedicto le dice que él había sido enviado a su predecesor León.

5º.- Otón de Viena, refiere cómo Benedicto III subió a la cátedra pontificia a la muerte del emperador Lotario ocurrida en 855 (el mismo año de León IV) el 28 de septiembre.

6º.- Más aun, existen unas monedas y medallones con los dos bustos de Benedicto III y el emperador Lotario con sus respectivos nombres, lo cual prueba que Benedicto había subido al trono antes del mes de septiembre de 855, en que murió el emperador. (V. Garampi – De nummo argenteos Benedicti III, Roma 1749).

(Extracto del “Diccionario Enciclopédico SALVAT”).

PAPISA.- Leyenda del siglo XIII. A la muerte del Papa León IV (855) y según otra versión, a la de Víctor III (1087), fue elegida una mujer disfrazada de hombre cuyo embuste se descubrió en un parto de la misma. La leyenda que ya en el siglo XIV perdió su crédito, fue demostrada como falsa en el siglo XVII por el protestante David Blondel. Hoy no tiene más valor que el de una fábula

BARTOLOME DE LAS CASAS

[Artículo del número 42 de “National Geographic” (Historia)]

bartolome-de-las-casas-003Nacido en Sevilla en 1474, Bartolomé de las Casas era aún adolescente cuando Cristóbal Colón partía de las costas de Huelva camino de las Indias. El descubrimiento del Nuevo Mundo abrió una perspectiva de riquezas y aventura que muchos andaluces trataron de aprovechar. El padre de Las Casas, un modesto mercader de Tarifa, participó en el segundo viaje de Colón, y en 1502 era Bartolomé quien pasaba al nuevo continente con la armada del gobernador Nicolás de Ovando.

En América, Bartolomé actuó como un conquistador típico. Pronto obtuvo dos encomiendas, primero en La Española y luego en Cuba. Encargado en teoría de la instrucción y la evangelización de los indios que se encomendaban, Las Casas, como los demás colonos, se dedicó a explotarlos.

Su actuación cambió por completo después de que en 1514, tras haberse ordenado sacerdote, experimentase una sorprendente conversión. Durante 12 años Bartolomé había observado los abusos ejercidos por los españoles sobre los indígenas: saqueos, trabajos forzosos, pueblos arrasados, masacres… Todos los episodios que describiría más tarde en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias habían ido atormentando su conciencia, hasta que al final abrió los ojos. Decidió renunciar a sus encomiendas y se lanzó a cuestionar los derechos de los conquistadores y encomenderos indianos. Volvió entonces a España para iniciar la batalla a la que dedicaría toda su vida, denunciando el etnocidio cometido por los españoles.

Su visión de cómo debía realizarse la colonización de las Indias pasaba por evangelizar a los indios mediante métodos pacíficos, evitando la coacción y el uso de cualquier tipo de violencia. Las Casas consideraba que los únicos dueños del Nuevo Mundo eran sus habitantes originarios y que la presencia española sólo se justificaba por la conversión al cristianismo, algo necesario pero que debía hacerse libremente. Por esa razón las guerras emprendidas contra los indios había que considerarlas como injustas y tiránicas. Este argumento lo enfrentó con todos los funcionarios y teólogos del momento, pues rechazar las conquistas suponía renunciar a la soberanía sobre las nuevas gentes y sus tierras.

Las Casas volvió a América en 1520, después de que el cardenal Cisneros, entonces regente, lo nombrara <<protector universal de todos los indios>>. Pretendía poner en práctica sus planes de evangelización pacífica, pero el ensayo que hizo en Cumaná (1521) no tuvo demasiado éxito. Propugnó también, como remedio a la explotación de los indios americanos, la introducción de esclavos de África, pero no tardó en arrepentirse al advertir la inhumanidad de la trata de negros y la injusticia de su esclavitud. Tras ingresar en la orden dominica (1522), durante los siguientes dos decenios Las Casas continuó su labor de denuncias contra los colonos españoles, realizando un extenso periplo americano que le llevó a pasar por tierras de Panamá, Nicaragua, México y Guatemala.

En 1540 volvió a embarcar rumbo a España. En esta ocasión sus propuestas humanitarias encontraron mejor acogida. En 1542 el dominico conseguía uno de sus grandes éxitos al convencer a Carlos V de que promulgara las Leyes Nuevas. En ellas se prohibía la esclavitud de los indios, pero además se añadía una medida que provocaría la furia de los colonos españoles: el fin gradual del sistema de encomiendas y la transferencia consiguiente de los indios a la protección directa de la corona.

Fue un triunfo efímero. Tres años después, el propio emperador revocaba el punto relativo al fin de las encomiendas y Las casas volvía a las Indias defraudado, pese a habérsele recompensado con el cargo de obispo de Chiapas, en el sur de México.

En América, su perseverancia en la defensa de sus feligreses indígenas le valió la enemistad de los colonos y funcionarios de su diócesis. El nuevo obispo de Chiapas no se amilanó; quien se opusiera a sus directrices se exponía a la excomunión. Has el virrey de México, Antonio de Mendoza, fue víctima de sus ataques en defensa de la libertad del indio. Pero la lucha lo agotó, y en 1547 volvió a España.

Las casas tenía ya 63 años, y poco después renunciaría a su obispado. Pero no por ello cejó en su labor. Se instaló en Valladolid, junto a la corte, y en 1550 fue el gran protagonista, junto a su adversario Juan Ginés de Sepúlveda, de un debate teológico en la Universidad de Valladolid sobre la legitimidad de la conquista española de América y el trato dispensado a los indígenas. Se dedicó asimismo a obtener cédulas reales a favor de los indios, en especial los de la región de la Vera Paz en Guatemala, donde desde hacía años llevaba a cabo un proyecto de penetración pacífica que finalmente también se saldaría con un fracaso.

Su labor más perdurable en sus últimos años de vida fue la literaria. En 1552 apareció su célebre Brevísima relación de la destrucción de las Indias, compuesta unos años antes. También difundió Los dieciséis remedios para la reformación de las Indias. Instalado en Madrid, prosiguió la redacción de su Historia de las Indias, obra magna iniciada hacía casi cuarenta años y para cuya elaboración había podido consultarla Biblioteca Colombina, con valiosos libros y manuscritos sobre el período de los descubrimientos americanos.

Las Casas siguió intentando influir en el Consejo de Indias, escribiendo memoriales y reafirmándose en sus principales tesis sobre el buen trato a los indios, la defensa de su libertad y la evangelización pacífica. Hasta su muerte en 1566, en Madrid, no dejó de incomodar al poder y de actuar desde sus propias convicciones religiosas, sin atender a los intereses políticos y económicos de la época, que desde luego iban en sentido opuesto. De Las Casas puede sin duda decirse que no fue un <<profeta en su tierra>>.


LOS OTROS DEFENSORES DE LOS INDIOS

Hubo varios religiosos españoles que, como Las Casas, lucharon a favor de los indígenas americanos.

BARTOLOME DE OLMEDO.- Durante la conquista de México por Cortés medió a favor de los indígenas y procuró su evangelización.

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FRANCISCO DE VITORIA.- En 1532 defendió en un tratado que los indios tenían los mismos derechos que los cristianos de Europa.

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JUAN DE ZUMARRAGA.- Primer obispo de México (1527-1548), trató de aplicar las Leyes Nuevas en favor de los indios.

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VASCO DE QUIROGA.- Como juez y luego obispo de Michoacán (1537-1565), se alzó contra los abusos sobre los indios.

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JOSE DE ANCHIETA.- Jesuita, desde 1553 se consagró a la evangelización y protección de los indios de las selvas de Brasil.

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Ricardo Piqueras
(Universidad de Barcelona)