El matrimonio no puede considerarse, propiamente, una institución humana. No debe su existencia al poder político y civil, ni al religioso: nace de la propia naturaleza humana que ha hecho al hombre y a la mujer seres sexuados y complementarios. Es, por lo tanto, una realidad antropológica que está en la esencia misma del hombre y de la mujer, del mismo modo que la religiosidad y la sociabilidad son características constitutivas del ser humano.
Desde siempre, el hombre y la mujer han experimentado la fuerza de su sexualidad que, sin olvidar otros sentimientos superiores o distintos al simple deseo sexual, les ha llevado a desear unirse formando así lo que ha dado en llamarse una familia. La sociedad está, por lo tanto, constituida por el conjunto de las diversas familias.
Esta unión que llamamos matrimonial entre un hombre y una mujer, ha tenido, al menos desde que existen datos históricos, una gran importancia y ha suscitado leyes para protegerla, favorecerla y establecer o reglamentar la relación entre sus miembros y entre los de otros grupos. En todas las legislaciones (dejando aparte algunas excepciones secundarias debidas a especiales factores culturales), el matrimonio ha sido considerado, exclusivamente, como la unión realizada con plena libertad de un hombre con una mujer para la formación de un grupo (familia), basado en la estabilidad, la mutua fidelidad y protección y para atender al cuidado de los hijos.
De todo esto se desprende la conclusión de que el matrimonio es anterior a la Sociedad y al Estado, incluso a la Religión, pero no le es ajeno a ninguna de esas Instituciones.
- El Estado ha de favorecer con sus leyes y ayudas, las condiciones esenciales por y para las que se produce esta unión, solemnizada y estipulada contractualmente en sus efectos civiles.
- La Sociedad, en todos sus grupos y estamentos, ha de respetar las leyes que garantizan y avalan la protección de la célula familiar y de sus derechos que, a modo de compensación, son favorables a todo el tejido social por comportar, también por parte de las familias, determinados deberes para con toda la sociedad, a la que vitalizan y dan consistencia y estabilidad.
- La Religión, a partir del sentimiento religioso de sus miembros, que desean dar un sentido trascendente a su unión matrimonial, por la importancia que le atribuyen para ellos mismos y para el conjunto de la sociedad, ampara y bendice, según los ritos y creencias propios, dicha unión.
Resulta interesante resaltar que la unión matrimonial, tanto en su aspecto civil como religioso, siempre ha sido considerada un acontecimiento solemne y festivo.
La Iglesia Católica ha considerado desde tiempos antiguos el matrimonio formalizado en el seno de la comunidad eclesial, entre bautizados, como un sacramento. Es decir: al tener su origen en Dios, autor de la Naturaleza, está fundamentado en su voluntad y es vehículo de su gracia y de sus dones; además de todos los efectos civiles que comporta, podríamos decir que es algo más que un simple contrato, convirtiéndose en un compromiso mutuo de los esposos y que, por lo tanto, lleva un valor añadido que le confiere una dignidad superior que consolida y ampara las cualidades innatas que a la unión matrimonial se le han reconocido desde siempre.
Por lo que se refiere al matrimonio civil, así como a cualquier otro matrimonio religioso, se les puede considerar verdaderos matrimonios. Por lo tanto, a quienes pretendiendo casarse canónicamente, se aprecian en ellos graves carencias que no les hacen aptos para recibir el sacramento, por falta de verdadera fe o por tener un concepto irreductiblemente equivocado de lo que es el matrimonio cristiano, pienso que es recomendable, aunque sea por simple coherencia, que se les aconseje contraer matrimonio civil.
No obstante, si una pareja casada civilmente, decide posteriormente contraer matrimonio canónico y cumple los requisitos para ello, la Iglesia no tiene ningún inconveniente en que se formalice dicho matrimonio; del mismo modo, si uno o ambos contrayentes proceden de anteriores matrimonios civiles, anulados mediante divorcio, pueden contraer matrimonio religioso, aunque en estos casos sea necesaria una mayor cautela para asegurarse de los verdaderos motivos que les llevan ahora a querer contraer un matrimonio canónico y de su disposición para ello.
En algunos países, los contrayentes formalizan primero el matrimonio civil e inmediatamente después, si éste es su deseo, celebran el matrimonio en el seno de la Iglesia. En España, por establecerlo el Concordato vigente, los matrimonios religiosos tienen también validez a efectos civiles, quedando registrados legalmente.
Dadas las especiales características del matrimonio que, como se ha dicho anteriormente, consiste en la unión de un hombre y una mujer que deciden hacerlo por propia iniciativa, y (excepto en algunas culturas) de forma libre y voluntaria, son ellos, en nombre propio, quienes formalizan ante la comunidad civil y la religiosa su unión. No les casa nadie: se casan ellos mismos. (En el catolicismo, son ellos, los contrayentes, los ministros y al mismo tiempo, los sujetos, del sacramento). Lo que podría parecer un contrasentido, casarse dos veces, una civilmente y otra en la comunidad eclesial, no lo es, puesto que, aunque la finalidad es la misma, son ámbitos distintos con efectos también diferentes: en un caso civiles, de carácter legal, con vistas a la inserción en la sociedad, y en el otro, de carácter espiritual, por la gracia del sacramento y de sus repercusiones como miembros de la comunidad eclesial.
Tampoco debe extrañar que la Iglesia desaconseje el divorcio y todo lo que pueda facilitar la ruptura de un matrimonio, aunque se trate de un matrimonio civil, pues la esencia de toda unión matrimonial es la estabilidad para el bien de la familia y de la sociedad de la que forma parte. De todas formas, si en la legislación civil se ha previsto la posibilidad del divorcio, y éste se ha llevado a cabo, no debe haber inconveniente para un posterior matrimonio canónico de uno u otro de sus miembros, una vez hayan demostrado convenientemente su capacidad y disposición para recibir el sacramento de forma consciente y responsable, tal como he dicho anteriormente.
La Sociedad y el poder civil tienen el deber de defender con sus leyes esas cualidades características del matrimonio que le son esenciales y, de ninguna manera, están moralmente legitimados para emitir otras leyes que pongan en entredicho, anulen o desvirtúen dichas cualidades.
Al Cristianismo y, por consiguiente a la Iglesia Católica, nada de lo que tiene relación con el bien de las personas y de la Sociedad, le es ajeno; por ello tiene el deber y, en consecuencia, se le ha de reconocer el derecho a defender y señalar, con la doctrina de que es depositaria, los verdaderos derechos y las verdaderas obligaciones de las personas y de la Sociedad, proponiendo a quienes corresponde, los criterios básicos (que están implícitos en la propia definición del matrimonio) y que no pueden ser olvidados ni menospreciados ante la desinformación, la manipulación ideológica y las presiones interesadas de colectivos que anteponen un subjetivismo con dosis de sentimentalismo demagógico, a la razón objetiva y al bien último del Hombre y de la Sociedad.
No debe confundirse la anulación de un matrimonio civil (divorcio), con la declaración de nulidad de un matrimonio canónico. En el primer caso se trata de disolver, por voluntad de uno o de ambos cónyuges, el contrato que, en principio, puede considerarse válido, de una unión matrimonial civilmente contraída. En el segundo caso se trata de declarar de forma oficial, después de las investigaciones correspondientes, que no ha existido verdadero matrimonio, y que, por lo tanto, éste ha sido nulo, en base a determinadas circunstancias o factores que, por su naturaleza, han viciado la esencia del mismo, invalidándolo.
Entresaco de la definición de “matrimonio” que proporciona el “Diccionario Enciclopédico Salvat”, el siguiente comentario:
“En todas las épocas y en todos los países, el matrimonio ha sido incorporado a la vida colectiva, reconociéndose su trascendencia social (…) la unión legítima de hombre y mujer, que no es una mera sociedad ni un convenio, es más bien un complemento que forma el ser social perfecto».
Solón lo definió como
sociedad íntima entre el marido y la mujer, que tiene por objeto formar una nueva familia, disfrutando ambos de su ternura recíproca;
Ulpiano, como
unión de un hombre y una mujer con el propósito de vivir en comunión indisoluble
y Santo Tomás, en breve y justa frase, como
unión de los cuerpos y de las almas.
Algunos ven el valor sociológico de la institución en la propia etimología de la voz; pero se citan varias, aunque la más generalmente aceptada es la que la hace derivar de ‘matrem muniens’ (defensa de la madre), que expresa el deber del marido respecto de la esposa, en el sentido de amparo y protección.
“Los ritos cristianos que acompañan a la celebración del matrimonio se introducen tardíamente en la práctica litúrgica de la Iglesia. Ignacio, obispo de Antioquía, pide simplemente a los fieles, a finales del siglo I, que se casen
con el consentimiento del obispo, a fin de que el matrimonio sea conforme al Señor y no sólo por deseo. (“Matrimonio y Familia”, nota 10, pág. 49).
En los primeros tiempos del cristianismo,
“El matrimonio nunca había tenido un rito propio entre los cristianos. La costumbre era casarse como todo el mundo, y para los creyentes eso bastaba. Poco a poco, sin embargo, se fue introduciendo la costumbre de bendecir a los nuevos esposos e incluso de invitarles a oír misa. A raíz del derrumbamiento carolingio, la Iglesia, los eclesiásticos, tuvieron que suplir a la administración civil. En esta época, hacia el siglo X, para proteger a las doncellas contra los abusos en boga (rapto, intimidaciones, compra, etc.) y garantizar la absoluta libertad de los contrayentes, se decretó celebrar los matrimonios en público, en la plaza pública, o sea, delante de la iglesia (coram facie ecclesiae). De la puerta de la iglesia , la ceremonia penetró al interior y lo que era costumbre comenzó a ser rito religioso. Pero el matrimonio seguía siendo el consentimiento mutuo, lo otro era ceremonia”. (“La Iglesia”, pág. 155).
J.A.P.L.
04-08-2004